La Muela del diablo
Franklin E. Alcaraz Del C.
Era muy chico cuando una límpida tarde en La Paz,
mi padre me mostró la Muela del Diablo. Me dijo que ese cerro, que se encuentra
hacia el sur de la ciudad, más que montaña, tenía ese nombre por el perfil que
de lejos se aprecia, ni siquiera como una muela de verdad, sino como un
contorno afilado cuya punta señala al cielo. Su nombre, sin embargo, a mis
entonces escasos años, evocaba la morada del mismísimo luzbel. Algunas noches
de luna solía mirar la silueta del cerro y medio sobrecogido de miedo, me
tapaba la cara para que el diablo no se diera cuenta que lo observaba. Pero era
inútil. Cuando eso pasaba, generalmente no podía dormir. O si lo hacía,
despertaba gritando y llorando. Obviamente, quien se acercaba a mi cama era mi
madre que se quedaba conmigo hasta que dormía nuevamente. Nunca le mencioné la
causa de mis pesadillas.
No me acuerdo cuándo fue que le perdí el miedo (y
el respeto) a la Muela del Diablo. Pero en mis años de universidad, una vez se
le ocurrió a alguien hacer una caminata por ese sector. Era parte de un grupo
de amigos que nos juntábamos para todo. Ninguno había estado allí. Preparamos
nuestro respectivo tapeque[1],
refrescos y algunos instrumentos como picos pequeños y cuerdas, por si los
necesitábamos. Emprendimos la travesía pensando llegar a la base del cerro en
unas tres horas, partiendo desde la zona de Cota Cota. Mal cálculo. Nos llevó
como el doble. Menos mal que salimos temprano. Una vez allí, cansados y
sedientos, Mi amigo Cleto Catari, que hoy es un respetado arquitecto en Chile,
hecho el Francisco Pizarro trazó una línea en el suelo diciendo: “por aquí se
va a la Muela a encontrarnos con Satán y por aquí a La Paz a mariconearse[2]”. Éramos
cinco. Los cinco queríamos ver a Satán de cerca.
Tomada la decisión, emprendimos el ascenso. Allí
nos dimos cuenta que el cerro, de cerca, no es como se ve de lejos. Seguimos
una senda que a ratos se hacía plana y otras empinada. Muy pedregosa.
Peligrosa, porque había sectores donde uno podía resbalar y… chau picho[3]. En
nuestro caminar, requetecansados, ya nadie hablaba. Solo se escuchaba el roj,
roj, de nuestros zapatos al rozar con las piedras del camino. Súbitamente oímos
una voz que gritaba “auxilioooooo, auxilioooo”. Nos detuvimos para vernos entre
nosotros primero. “¡Qué pasa¡” dijo mi amigo Roberto “¿oyen?” Y nuevamente “auxilioooo,
auxiliooooo”. La voz provenía de debajo de la senda que seguíamos y no veíamos
a nadie. “Es más arriba”, dijo Carlos. Corrimos y nos echamos en el camino para
que nuestras cabezas casi cuelguen al borde de la senda para ver hacia abajo en
una especie de precipicio muy, pero muy empinado. Otra vez “auxilioooo, que
alguien me ayudeeeeee”. Esta vez si nos pareció una voz femenina y pudimos ver
una mano que parecía salir de la pared del cerro. José, que era el makote[4] del
grupo (debió medir por lo menos 1,80), gritó: “Tranquila, le pasaremos una
cuerda que usted tendrá que tratar de agarrar y se la amarra a la cintura bien,
pero bien fuerte.” Era más fácil decir que hacer. Nos tomó como media hora hacer
que la mano agarre la cuerda y desparezca en la hendidura del cerro.
La mujer era más bien rellenita. Simpática, pero
inútil, torpe y no parecía razonar muy bien (o eso pensamos nosotros – zoncita es,
decía yo). A pesar de no estar muy debajo de nosotros, nos tomó otra media hora
izarla hasta la senda donde nos encontrábamos. No pudimos evitar (ni ella
tampoco) algunos golpes contra la roca que le ocasionaron moretones y
rasmilladuras durante el proceso.
Nos contó que era una monja y había venido a la
Muela del Diablo de excursión con algunas novicias que no supieron qué hacer
cuando ella tropezó y rodó hasta el lugar donde la encontramos (era torpe, lo
dije). Las chicas, después de estar como hora y media sin saber qué hacer,
salieron todas corriendo “a buscar ayuda” dejándola sola hasta que llegamos
nosotros. Le recomendamos esperar en el mismo lugar hasta que llegara su “ayuda”.
Nosotros, emprendimos el regreso, sin haber conocido al diablo.